Por Carlos Rey.


Era la noche del 19 de noviembre de 1850. En la distinguida capital de España se inauguraba el impresionante Teatro Real. Todos los ciudadanos de Madrid hubieran deseado estar presente, pero ese privilegio estaba reservado únicamente para las personas más afortunadas de la sociedad española. Era de esperarse que no faltara ninguno de los invitados. Por lo tanto, hubiera sido mucho esperar que no se notara la ausencia de una duquesa, cuyo palco fue el único que apareció vacío.
 ¡Con decir que se juzgó que su ausencia en tan brillante velada fue más notoria y objeto de más comentarios que lo hubiera sido su presencia! De ahí que haya sido incorporada al idioma español la frase paradójica «brillar por su ausencia».


Lo cierto es que no fue aquella inauguración la que dio origen a la frase, sino que se remonta a los siglos primero y segundo, durante los cuales vivió el historiador latino Tácito. Éste, en el libro III de sus Anales, relata el funeral de Junia, que era la viuda de Casio y la hermana de Bruto. Conste que éstos eran dos de los asesinos de Julio César. En aquellos tiempos los romanos acostumbraban en los funerales colocar ante la urna los retratos de los parientes del difunto. ¡Con razón comenta Tácito que las efigies de los conspiradores Casio y Bruto eran las que más «brillaban por su ausencia»!1


En esas dos ocasiones, así como en la mayoría de los casos en que sucede en la actualidad, el «brillar por la ausencia» no es nada del otro mundo, es decir, no tiene repercusiones trascendentales. Pero nos conviene notar que nos espera una ocasión futura en la que sería no sólo trascendental sino trágico que no hiciéramos acto de presencia. Esa ocasión es el día en que Jesucristo recompense a cada uno según lo bueno que haya hecho.2 


De no estar presentes ese día, «brillaríamos por nuestra ausencia» debido a que quedaría vacía la hermosa vivienda que el Hijo de Dios ha ido a prepararnos en el hogar de nuestro Padre celestial.3


Si bien es cierto que nosotros no hemos hecho ni podemos hacer nada para merecerlo,4 es innegable que Cristo hizo una vez y para siempre todo lo necesario para asegurar que tengamos una dirección permamente en el más allá.5 De modo que sería de veras trágico que no lo reconociéramos a Él como el único camino de entrada6 a la Nueva Jerusalén, que es la ciudad donde ha diseñado nuestro futuro hogar.7


¿Por qué no reconocemos a Cristo como el Arquitecto de nuestro porvenir? Hoy mismo podemos comenzar a vivir de tal manera que, a diferencia de aquella duquesa española, no vaya a considerarse que nuestra ausencia de tan brillante lugar reservado específicamente para nosotros fue más notoria que si nos hubiéramos presentado para el acto de posesión.

1Gregorio Doval, Del hecho al dicho (Madrid: Ediciones del Prado, 1995), p. 79.
22Co 5:6‑10
3Jn 14:1‑3; Heb 10:35‑36
4Ef 6:8‑9
5Heb 9:11—10:18
6Jn 14:6
7Ap 21:1‑27

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